Después de varios meses tratando de arreglar mi closet, por fin saqué las fuerzas para hacerlo.
No es que tuviera que hacer un gran esfuerzo físico para sacar la ropa que ya no uso, o los zapatos que regalé a Letty para que los mande a Nicaragua, no, se trataba más bien de una fuerza interna que me permitiera enfrentar cada recuerdo que colgaba de los ganchos.
Lo primero que noté ese día, cuando entré al estrecho cuartito fue la oscuridad de aquel lugar lleno de trapos saliendo por todas partes, los sombreros rebozando unas cajas redondas que ya no cerraban y cuyo print de flores parecía volar pétalo a pétalo entre los estantes de madera.
Antes de empezar a remover cada una de las piezas, me senté en medio de todos esos momentos que necesitaban despedirse, allí estaba aquel vestido blanco, saliendo solo un poquito, como si quisiera esconderse de mi para no abandonar mi entorno.
Lo observé fijamente sentada desnuda en aquel frío suelo, hasta que decidí levantarme para poder tocarlo.
Al sentir su textura me conmoví y recordé cómo volaba aquella noche entre las luces de una ciudad desconocida, como saludaba alegre a los transeuntes mientras esperaba ansiosa la llegada de alguien importante.
Ahí estaba el, mirándome con asombro, quizás con pena, y yo cerraba mis puños para que no se escapara aquel instante.
Saque fuerzas para abrir mis manos, para dejarlo caer en una caja junto a otras prendas menos importantes, sabiendo que una vez
saliera de casa jamás volvería a toparme con el, jamás tendría su forma precisa dibujada en mi memoria, porque con el tiempo cada uno de sus hilos se destejería hasta borrarse.
Sin mirarlo cerré la caja y la saqué del closet.
Y esa fue la última vez que supe de aquel vestido comprado en Zara hace unos 4 años, estoy segura que hoy viste el cuerpo de alguien que no conozco, en un lugar que no conozco, ese era su destino.
Yo tengo un closet más espacioso y más iluminado que antes, aunque nunca será el mismo, algo se extraña en ese gancho vacío.
miércoles, 8 de mayo de 2013
Hanger
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